Siempre me destaqué por mi modestia, por más paradójico que suene. Entre las cualidades positivas que mis conocidos acostumbran subrayar, la modestia es la más recurrente. Pareciera que la imagen que construyo frente al otro carece de alarde, y me siento molesto cuando alguien insiste en resaltar mi inteligencia práctica, mi coherencia accesible o la simple y a la vez imbatible
lógica de mis razonamientos. De hecho, la situación me incomoda de tal manera que a la larga termino por evitar ciertos círculos sociales, sobre todo aquéllos que se gestaron en la universidad, donde tu nivel de coeficiente intelectual determina la comunión de personalidades, te relaciona con gustos y actividades específicas, o posturas políticas similares.
En resumen, mi aprehensión a la modestia me transformó en un inadaptado, y acto seguido me depositó en el melancólico sendero de la soledad. Concluí que a cierta edad, para relacionarse con las personas, uno debe poner al frente sus ventajas, como si el vínculo exigiera como requisito excluyente la potencial utilidad de las partes. Relacionarse en la vida adulta es venderse como un buen producto, si no el mejor, el más conveniente. Y aunque la voraz
necesidad de socializar me llevó a integrarme con mayor facilidad en grupos más jóvenes, era cuestión de tiempo. La metamorfosis se presentaba inminente para devolverme a esa estéril exposición de características. Así que decidí conformarme con lo que tenía, que no era poco: Yo mismo.
Claramente mi vida sentimental brillaba por su ausencia. No tenía problemas para satisfacer mis deseos sexuales, ni para evadir la soledad bajo el manto de una ebria charla con un desconocido, pero la parte de mi cerebro encargada de sentir afecto por alguien o algo parecía apagada, o peor aún, inexistente. Las pocas mascotas que casualmente circularon por el departamento morían olvidadas, por falta de cuidado o alimentación, frente a la insensible mirada de
su dueño, ocupado en hacer dinero. Ni la rutina había logrado generar un destello de cariño hacia lo que me rodeaba o enlazarme con un objeto, una actividad, un ser vivo. Inevitablemente, lo que al principio se revelaba como una inofensiva vida solitaria se transformó para mi familia en un signo de desinterés, para mis
compañeros de trabajo en una envidiable vida de soltero, y para mi terapeuta en depresión.
Frente a tanta opinión encontrada, opté por viajar para despejarme un poco. Grave error, visto que en mis treinta y dos años de vida nunca había barajado la opción de hacerlo por gusto, y eso complicaba un poco las cosas al momento de elegir, y detesto elegir. Prefiero que la vida se presente inesperada, azarosa, y fluya en un destino irresponsable, inquieto. En general es mi trabajo lo que me hace viajar, cobrando préstamos con alto nivel de interés a quienes no pueden pagarlos, factor que me obliga a ejercer la parte que más disfruto de mi empleo: amenazar a la gente. Además de funcionar a modo de descarga, la amenaza me vuelve creativo. Con el tiempo encuentro una manera cada vez más acertada de transmitir el mismo mensaje, a través del manejo de herramientas como la sugestión, la ironía, el suspenso y en algunos casos hasta la poética.
Lo más excitante que me había pasado en el último año, si es ese el adjetivo que se merece, había sido perseguir y matar a un deudor fugitivo, un tal Ricardo. Un pobre tipo que tuvo la pésima idea de llamar por teléfono a mi jefe y decirle que se iba del país sin pagarle los cincuenta mil pesos que le debía. Antes de matarlo de un tiro, se me dio por comentarle que él era mi primera víctima. No sé por qué lo hice, necesitaba que lo supiera, o sólo decirlo.
-A partir de hoy vas a ser un asesino, entonces- respondió con astucia, pero sus palabras no lograron moverme un pelo.
-Por el resto de mi vida, sí- contesté.
El tipo miró al cielo y siguió hablando con tono pacífico, como si no fuera a matarlo en menos de un minuto.-Admiro tu valentía- suspiró, ignorando por completo mi asuntito con la modestia. Una lástima para él. Le apunté a la cabeza y elegí en mi mente algo para decirle, algo para que escuche por última vez.
Se me ocurrió una pregunta.
-¿Me recomendás algún lugar para irme de vacaciones?
-Yo me iba a Brasil, al sur de Brasil… Bombinhas. –Dijo sin bajar la cabeza. –allá están mi mujer y mi hija.
-Gracias. Ahora necesito que bajes la cabeza, Ricardo – dije, un tanto insatisfecho con su respuesta.
-Quiero morir mirando el cielo, por favor.
La situación se estaba alargando más de la cuenta.
-Si te quedás en esa posición te voy a disparar en la garganta y vas a tardar más en morirte. – Expliqué.
-¿Cómo sabés?
-Soy médico forense
-¿Hablás en serio? – dijo mirándome de pronto. Le pegué un tiro en el medio de la frente y se desplomó en el pasto.
De alguna manera, la conversación previa había tenido cierta repercusión en mi cabeza. Minutos después, mientras volvía manejando, me llegó la imagen de un compañero de la universidad que siempre me decía algo sobre la pesca en Brasil, pero no recordaba bien qué. En esos tiempos andaba demasiado preocupado por recibirme y estaba comenzando a gestarse mi postura antisocial y evasiva. Semanas después mi compañero dejó los estudios y no lo volví a ver. Tal vez se la jugó por la pesca, no lo sé.A Ricardo le había llamado la atención que su asesino primerizo sea médico. Probablemente esperaba uno menos instruido. Tuvo suerte, sino fuera así todavía estaría con una mano en el cuello tapándose la herida e intentando respirar desesperado.
La cuestión es que llamé al tipo que me pagaba por el alma de Ricardo y le di la noticia, junto con el aviso de que me iba de vacaciones unos días. Le resultó divertido y bromeó sobre el poco tiempo que pasó entre mi primer asesinato y mi estrés, y sin dejar de reírse me dijo que ya podía disfrutar de mi dinero.
Así que cobré y me saqué un pasaje de ida a Florianópolis, y de ahí a Bombinhas. Me alquilé un cuarto cerca de la playa y me dediqué a aprender todo lo que pudiera sobre pesca. Y aquí estoy ahora, en el “trapiche”, devorado por la noche veraniega, esperando el pique.
-¿cómo anda eso, maestro? – Me sorprendió una voz - ¿Pica o no pica?
Giré despacio la cabeza hacia la voz y me encontré con un adolescente, claramente argentino, acompañado por su perro. Se acercaba con las manos cruzadas detrás de la cintura mientras el animal husmeaba ruidosamente por las tablas de madera.
-Por ahora, nada- respondí amistosamente. Aunque los jadeos del perro perturbaban mi paz, hablar con alguien me venía bien
–Hace rato que viene tranquila la cosa.
El muchacho se paró al lado mío a inspeccionar el agua, como si buscara algún pez luminoso que se acerque a mi línea, y se mantuvo en silencio. El perro me olió entero y se alejó unos metros, para recostarse contra uno de los pilares de cemento que sostenían el muelle.-Hace rato que estás acá, siempre te veo a la noche- dijo al fin, sin sacar los ojos del agua oscura –Me llamo Pablo.
No lo recordaba de ninguna otra noche en la playa.
-Hugo, qué tal- dije mecánicamente.
Mis ojos estaban fijos en la boya, pero mis sentidos se habían acomodado hacia el muchacho.
-Es lindo acá, tranquilo – opinó –muchos argentinos este verano.
-Me dijeron que es así siempre, todos los veranos ¿Cuándo llegaste vos?
-Vivo acá con mi mamá, de hace unos años largos ya, está enferma ella y yo la cuido. Ella es de acá pero yo me crié allá en córdoba, con mi papá.
El exceso de información contrastó lo suficiente para despertar mi curiosidad. Despejé mis prejuicios y en pocos minutos lo necesité compañero. El ambiente se renovaba y la acostumbrada soledad del muelle se disolvió en una anécdota.
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