martes, 12 de julio de 2011

5: Una mina el sábado

Hace miles de millones de larguísimos segundos que mirarte me obliga a ir y volver con la certeza de que sos el amor de mi vida y que si no te lo digo en este mismo instante voy a explotar dos veces más fuerte que Hiroshima y empaparte con la sangre más caliente que un ser humano en estas condiciones solo alcanzaría si se estuviera quemando vivo.

Por favor, dejá de hablarme tan cerca de la boca y prendete ese cigarrillo, ocupá tu boca con algo antes de que la ocupe yo y toda esta situación se me vaya de las manos de la misma forma en que se me fue las últimas veintitrés veces que nos vimos y nos sentamos a tomar una cerveza en el pub de la esquina de la vuelta de tu casa para hablar de todos los problemas que podría solucionarte si te acercaras solamente un centímetro más.

Un pequeño movimiento y darías el pie para justificar esta gran cantidad de flashes que hace veintitrés bares y cervezas empezaron a distorsionar el concepto que tanto me costó formar acerca de la relación aparentemente controlada que durante los veinte años de mi vida habían mantenido mi cerebro y mis órganos genitales.

Me fascina el odio que me da no poder controlarme a mí mismo y depender de un simple gesto, de un movimiento inesperado, de una palabra seguida de una pregunta sugerente seguida de una respuesta inconclusa y volver otra vez al insoportable planteo que mi parte animal insiste en hacerle a la parte que te valora solo como una amiga, como la persona con la cual entablé una amistad fuerte que podría únicamente derivar en sexo si nos tomáramos tres cervezas más.

Pero ya es tarde y vomitar tantas veces te dio muchísimo dolor de cabeza y te deprime saber que te pusiste tan en pedo por culpa de un tipo que probablemente yo nunca conozca más allá de la incomprensible variedad de parecidos que nos encontraste, a él y a mí, para encerrarme como tantas otras veces en la diminuta esperanza de llevarte a mi cama la cantidad de veces que él te llevó.

Y tal vez algunas más.

Pero no.

Lo único que querés conseguir es lo que cuando llego y me acuesto en la soledad de mi colchón me convenzo de que querías conseguir y me levanto de la silla y te acompaño hasta la puerta de tu casa aunque a mí me quede mucho más cómodo caminar para el otro lado y tomarme uno de los tristes colectivos que me devuelven a la fría realidad que el calor de tanta mirada no supo leer en tus ojos.

Frías realidades, miradas y ojos que conozco tanto como la palma de mi mano.

Porque la palma de mi mano me lo recuerda una y otra vez.

Una y otra y otra vez y lo que pienso que pudo haber sido ahora es y lo que creo que pudo haber pasado ahora pasa constantemente detrás de mis párpados y desaparece en la monotonía de mi techo lleno de grietas húmedas y profundos agujeros negros.

Pienso y creo, además, que el techo no me ayuda mucho.

Me quedo dormido pensando en la posibilidad de que con unas cuantas toneladas de suerte mañana me llames por teléfono antes de que te llame yo para decirme lo que yo te diría si te llamara un domingo soleado después de un sábado de penas y alcohol.

¿Nos vemos?

No. No nos vemos nada.

Tengo demasiado sueño como para ponerme a analizar si la razón por la cual no estamos sentados tomando mate en plaza Francia fue mi notable desesperación en la voz al invitarte o tu incapacidad de asimilar tantas frases en tan poco tiempo cuando te acabás de despertar por culpa del insistente sonido del teléfono que probablemente te haya puesto de mal humor.

Bien, dale, sí, en la semana hablamos.

Beso.

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